mi noche con maud en tinder

Entre el amor y el azar, elegí el azar. Porque no es posible abolir el azar. Ni siquiera con una tirada de dados. Mientras caminaba hasta casa de Maud, pensaba en cómo la tecnología juega a intentar abolir el azar a través de su minimización, pero por mucho que intentemos acabar con algo rebajándolo sucesivamente a la mitad, este nunca desaparecerá. Siempre me gustaron las falacias de Zenón de Elea, perfectos juguetes posmodernos que en su falsedad ayudan a replantear el presente. ¿Creó Zenón la posverdad? En definitiva, lo que había ocurrido es que, tan solo hacía unas horas, jugando mecánicamente con Tinder, me encontré una fabulosa sorpresa.

Me había encontrado, de repente, al personaje de una película que giraba en torno al amor, el deseo y el azar. Me había encontrado con ello utilizando una aplicación tecnológica en la que, en ocasiones, se busca el amor a través de los parámetros del deseo (porque presenta poca más información que una simple imagen, una fotografía que, además, no tiene por qué ajustarse a la realidad), y para ello se vale de una especie de ruleta rusa del azar. En realidad, Tinder es la menos tecnológica de las aplicaciones tecnológicas de . Es la más rústica, la más rudimentaria, la menos inteligente. Y la más popular. Han pasado varios años desde que Alain Badiou pronunciara, en 2009, estas palabras respecto a la nueva realidad del amor planteada desde las nuevas herramientas digitales en internet:

Es cierto, París ha sido cubierto de carteles de la página web de encuentros Meetic, carteles cuyos   títulos   me   han   interpelado.   Puedo   citar   un   cierto   número   de   eslóganes   de   esta   campaña publicitaria. El primero dice -y se trata de la tergiversación de una cita de teatro- “¡Encuentre el amor sin el azar!”. Y luego, hay otra: “¡Se puede estar enamorado sin caer enamorado!”.  Así pues, nada   de   caída,   ¿no   es   eso? Y,   después,   también   está   el   de:   “¡Usted   puede   perfectamente   estar enamorado sin sufrir!”  Y todo ello gracias a la página de encuentros Meetic… que nos propone –la expresión   me   pareció   absolutamente   notable-   un   “coaching   amoroso”.   Tendremos,   pues,   un entrenador que va a prepararnos para afrontar la prueba.

Pienso que esta propaganda publicitaria depende de una concepción securitaria del “amor”. Es el amor asegurado a todo riesgo: usted tendrá el amor, pero como un asunto tan bien calculado, habrá seleccionado tan bien a su compañero cliqueando en Internet -evidentemente tendrá su foto, sus gustos en detalle, su fecha de nacimiento, su signo astrológico, etc.- que al término de esta inmensa combinación usted podrá decir: ¡ahora ya, con todo esto, no puede fallar… después de todo esto va a funcionar… ahora ya no hay ningún riesgo!” Y eso es propaganda,  es teniendo interés como la publicidad se hace en ese registro. Ahora bien, obviamente yo estoy convencido de que el amor, en tanto que es un gusto colectivo, en tanto que es, para casi todo el mundo, la cosa que da a la vida intensidad y significación, yo pienso que el amor, en la existencia, no puede ser ese don que se hace a la ausencia total de riesgos. Me parece un poco como la propaganda por la guerra “cero muertos” que en algún momento hizo el ejército norteamericano. [1]

Y después de unos años de éxitos de webs y aplicaciones que pedían un completísimo perfil de gustos, preferencias, actividades y características de cada usuario, después de haber utilizado sin éxito los algoritmos que proponían, buscando automáticamente correlaciones, sugiriendo las personas más afines, aquellas con las que la probabilidad de éxito amoroso sería mayor, después de años de intentar abolir el azar, la aplicación que ha acabado triunfando ha sido la que se olvida de algoritmos y rigiéndose únicamente por un radio de acción (aquel en el que, en la vida real, el azar intervendría para que se nos cruzara por el camino la persona adecuada), presenta imágenes, una tras otra, buscando un match que, eso sí, viene predefinido y asegurado antes de la cita física.

Es decir, se mantiene la concepción securitaria del amor de la que hablaba Badiou, se elimina el riesgo del ridículo, del orgullo herido, de la entrada inconsciente que fuerza un encuentro. Se mantiene aquello que más nos asusta de la realidad, pero se mantiene también lo que más nos atrae de ella: la incertidumbre, un cierto azar, la sombra de lo que aún no sabemos. Quizás así la probabilidad de éxito en la cita disminuya, porque la atracción solo se ha medido por una fotografía, por el mero impacto físico, y esta pueda ser similar a la de que nos guste una película por su tráiler, pero así se preserva el instante del descubrimiento, cuyo sacrificio puede ser fatal. Menos probabilidad pero más valor.

Quizás sea lo que valga la pena. Y mientras pienso todo esto estoy marchando a ver a Maud. Y de algo así se hablaba también en la película, en Mi noche con Maud, cuando antes de que Vidal, el amigo marxista de Jean-Luis, le presentara a este a Maud, le comentaba las teorías pascalianas de las creencias y el azar. Le hablaba de lo que valía la pena para (sobre)vivir. De la esperanza matemática.

 

Vidal hacía entonces las funciones de Tinder, que no es más que una celestina robotizada no demasiado lista. Pero, ¿qué celestinas son las que han tenido habitualmente más éxito, las más listas o las menos intrusivas?
Al final, la diferencia está la cantidad de conocimiento previo del otro que se tiene antes de una cita, y lo que esto condiciona es el encuentro. Pero, ¿qué papel juega el encuentro si lo que buscamos, nuestro objetivo real, es un proceso amoroso?

Por lo tanto, el encuentro, como una de las cuatro etapas clave, condicionará todo lo demás. Y lo que ganamos con la “abolición del azar” es un inicio del potencial proceso amoroso más seguro pero más descafeinado.
Entonces habría que plantearse qué encuentro queremos, si uno sin búsqueda mucho más improbable o aquel en el que sigamos huellas, pistas cuya incertidumbre es variable, cuyos resultados nunca podremos saber pero en los que proyectaremos deseos que, finalmente, influirán en el propio resultado. ¿Cómo no pensar en la Maud rohmeriana antes del encuentro con Maud? ¿Queda alguna alternativa a la búsqueda?

Plegados ante esa necesidad de búsqueda, lo que nos queda es maximizar su eficiencia, que tampoco es diferente de lo que se ha hecho siempre, persiguiendo aglomeraciones de gente, detectando espacios donde los gustos puedan ser comunes, rincones que permitan cazar una señal, un gesto, una mirada. Hemos automatizado parte de la tarea, pero la manera de gestionarlo hoy es nuestra manera de actuar en el pasado. En un mundo tecnificado, la acción se ha convertido en gestión, la prospección es mirada. Elegir aplicación, configurar radio, preferencias, exhaustividad, profundidad, requisitos. Aceptar por defecto, descartar por defecto. Hablar o esperar, jugar con los tiempos. Decidir si sobrepasar el encuentro en lo virtual o dejarlo latente hasta llegar a lo físico. Solo es un nuevo paradigma, la esencia permanece. El mapa es el mismo, pero los movimientos han cambiado. La victoria de Tinder es el triunfo del azar. Más tecnología para recular en la construcción del paradigma. Cerrar los ojos, girar sin freno y caminar a tientas. Quizás esa sea la receta en la que confluyen lo viejo y lo nuevo.

En el encuentro descubrí que Maud nada tenía que ver con Maud. La dialéctica rohmeriana había desaparecido, y la imagen había pasado a tener todo el poder, aunque no se tratara más que de significantes vacíos. Tuve que destruir mis proyecciones mentales, pero afortunadamente una imagen presente, aunque contaminada por las anteriores, tiene tal fuerza por sí misma que es capaz de echar abajo todo lo demás. La imagen multiplicada, multiplexada y arrolladora nos llevó al hedonismo y el encuentro se convirtió en un inicio y un fin, aunque se tratara de un momento feliz, suspendido en el tiempo. Quizás por eso fue un momento feliz. Quizás esa sea la grandeza del nuevo paradigma, romper tradicionales esclavitudes amorosas, matar dependencias, hacer de lo contingente algo por primera vez posible.

Cuando buscamos encontramos un objeto, un instante, un símbolo. Si el amor es un proceso, ¿es imposible buscarlo? Tendríamos que definir sus coordenadas, y si estas existieran viajaríamos todos a ellas, saltaríamos al determinismo, cogeríamos regla y cartabón. Pero como ya nos vino a decir John Cheever en su relato, buscar la geometría del amor no puede salvarnos, sólo sumirnos en una ilusión temporal, convertirnos en fantasmas. Mi Maud de esa noche era demasiado fácil de convertir de triángulo, parábola o romboide. Las sombras de la noche lanzaban miradas expresionistas formando los ángulos más insospechados, ayudadas por un par de velas que me parecieron cursis en un primer momento pero acabaron exaltando uno más de mis sentidos.

De repente, no supe cómo había llegado hasta allí, pero tampoco importaba; Maud desapareció y el azar, por un instante, había dejado de importar. Quedaba una especie de belleza bressoniana entre dos cuerpos, una suerte de redención a través de la carne, y el camino podía ser cualquiera, porque había pasado a ser inextricable. ¿Había sido la búsqueda del amor, o la cinefilia, o Pascal, o Rohmer, o Godard, o el azar, o la tecnología, o el deseo, o una cama vacía…? Cualquier camino es extraño, cualquiera es solo una alternativa entre las infinitas posibles.

Salí de casa de Maud casi a las 10 de la mañana, misteriosamente triste, y sabía que no tenía razones, o que mi corazón tenía razones que mi razón no entendía. Nunca en mi vida pude con eso, siempre fui esclavo del racionalismo. Y pensé, como decía Gena Rowlands en Minnie and Moskowitz, que quizás la razón esté en ese cine clásico del que nunca aprendimos a emanciparnos, que sus imaginarios siguen en nosotros, y no sólo a través de lo posclásico, sino también a través de la modernidad y la posmodernidad. Así que, claro, ¿cómo no iban los posmodernos a reírse de todo eso? Aunque al final acabaran cayendo en lo mismo de lo que poco antes se habían reído. La empatía del clasicismo fue una trampa, pero la distancia de la modernidad fue otra trampa, y la ironía posmoderna nos dejó sin oportunidades.

De camino a casa pasé por el Museo Reina Sofía. Eran los últimos días de la exposición de Marcel Broodthaers, por lo que decidí entrar, y lo primero con lo que me topé fue con su particular versión del poema de Mallarmé.

Marcel Broodthaers ‘Un Coup de dés jamais n’abolira le hasard’, 1969

 

Lo miré línea a línea, lo miré en su conjunto y en detalle. Me recreé en él, pero ya no eran solo las palabras de Mallarmé ni la intervención sobre ellas de Marcel Broothaers, porque también resonaban en mi cabeza las imágenes de la película de Huillet y Straub que había podido ver, en aquel mismo museo, hacía apenas unas semanas.

¿El azar de nuevo? Porque si algo acaba con el azar es cada mínimo acto de nuestra vida, aquel que supone una acción determinista descartando las otras. Cada segundo que pasa es una elección de una de nuestras incontables opciones vitales, un hachazo al azar. Y aun así, este resiste. Reconozco que se me iluminó la cara, pensé en la gran noche que había pasado y en que al llegar a casa volvería a jugar con el Tinder. Quizás no se trate de que nadie tenga razón, sino de que todos la tengamos. Quizás se trate de encontrar sin buscar, pero buscando otras cosas. Quizás buscando el placer aparezca el amor. Quizás, al final, todo sea una cuestión de azar, y la tecnología no sea algo para vivir eficientemente un mundo viejo, sino la única manera de habitar otras realidades. Ya estaba seguro. Ningún segundo de vida. Ninguna tirada de dados abolirá el azar.

 

 Faustino Sánchez

 

Las imágenes pertenecen a las películas Mi noche con Maud (Ma nuit chez Maud, Eric Rohmer, 1969), Elogio del amor (Éloge de l’amour, Jean Luc Godard, 2001), Así habla el amor (Minnie and Moskowitz, John Cassavetes, 1971), Toda revolución es una tirada de dados (Toute révolution est un coup de dés, Danièle Huillet y Jean-Marie Straub, 1977), y a la obra de Marcel Broothaers Un Coup de dés jamais n’abolira le hasard (1969).