ÉXTASIS SAGRADO, ÉXTASIS PROFANO

A propósito de La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc. Carl Theodor Dreyer, 1928) y Muchachas de uniforme (Mädchen in Uniform. Leontine Sagan & Carl Froelich, 1931)

“En Occidente, el arte sagrado y el arte profano tienen sus estatutos respectivos y su derecho establecido de existencia. Uno y otro están permitidos. Y no es frecuente que los artistas los practiquen en exclusiva. La mayoría de las veces practican los dos, en proporciones que dependen de los encargos, o de su temperamento. Si el poder espiritual ha autorizado el arte profano, ello implica que este es compatible con la norma teológica, que asigna en efecto a la naturaleza en tanto tal una estabilidad, una dignidad eminente: la de la creación. El arte profano continúa, pues, siendo tributario de de un juicio teológico. En cualquier caso, el arte sagrado está sometido a una disciplina, ya que la Iglesia ha de velar por la salvación de las almas, que puede verse favorecida o comprometida por las imágenes. El arte profano, por el contrario, no está sometido a disciplina ninguna. Si se aparta de forma desmedida de la rectitud, corresponde intervenir al magistrado…”

La imagen prohibida: Una historia intelectual de la iconoclasia

(Alain Besançon, editorial Siruela, 2003, página 326)

–¿Quieres ver mi interior? –me susurró Edwarda.

Con las manos aferradas a la mesa, me volví hacia ella. Sentada frente a mí, mantenía una pierna levantada y extendida para mostrarme mejor su hendidura, cuya piel estiraba además con los dedos. Su interior me contemplaba, lleno de vida convulsa. Dije con voz entrecortada:

–¿Por qué haces eso?

–Soy Dios.

Sin abandonar su postura provocativa, añadió:

–Bésame.

–Pero, ¿aquí? ¿Delante de todos?

–¡Desde luego!

Edwarda temblaba. Yo clavaba petrificado la mirada en ella. Aunque, sonreía de manera tan dulce, que empecé a estremecerme. Al fin, me arrodillé. Posé titubeante mis labios en su llaga ardiente. Su muslo desnudo acariciaba mi oído y, sobre el bullicio del local, empecé a escuchar un rumor de oleaje, similar al procedente de una caracola. En medio de la confusión que reinaba a nuestro alrededor, yo me sentí en un extraño suspenso, como si Edwarda y yo nos hubiésemos perdido una noche de tormenta frente al océano.

Madame Edwarda

(Georges Bataille, Premiá Editora, 1977, páginas 48-49)

Diego Salgado